jeudi 22 juillet 2010

Teatro.

Soledades de cafetería. Entumecimientos matutinos alrededor de bollería industrialmente apetecible.

Una brizna de desdicha intempestiva reaparece y se aposenta al ingerir ese café en el que creíamos haber depositado todo nuestro deseo.

Miradas despiadadas se entrelazan y entretejen una sinfonía abstracta de allegros discordantes.

Ese intercambio visual del que intentamos desembarazarnos a través de la palabra, es quizás, seguramente, con certeza, la única verdad que nuestro cuerpo delata, íntimamente, desinteresadamente.

Durante ése ínfimo momento, de un valor incalculable, el actor puede casi atravesar la fracción más íntima e inaccesible de la mirada cruzada. Poseerla. Hacerle el amor violentamente. O tiernamente. Y de repente las miradas, ahora devenires análogos, respondiendo a una patología desconocida, desorientan su cauce hacia otro punto casi diamétricamente opuesto. Abandonándose, cruelmente, hipócritamente.

La grandísima suerte del actor es esa capacidad para amar, sin deparo, sin disimulo. Y es, a la vez, su mayor peligro, el actor pudiéndose perder en la inmensidad del Amor y en la generosidad de su entrega.