lundi 19 décembre 2011

Parábola.

Soy una llanura incandescente infinita, cuyo horizonte es el fin mismo del Todo. Respiro el humo de mis llamas, en las que centellean,efervescentes, grandes - pero debidamente medidos- deseos de amor.

Soy una parábula en un universo de líneas y paralelidades. Soy la curva de un dolor que tiene su apogeo y su decadencia, y éstos se repiten arrastrados por la fuerza ineludible de la vida. Soy el desequilibrio entre dolor y placer. La ataraxia impracticable. En realidad, debo ser un dolor común. Un dolor que se exagera a sí mismo y se da aires de grandeza al creerse ya tan alejado de la dicha.

Soy ese dolor que se recrea en su propio hedor y oscuridad. Y también soy la conciencia del dolor. El aislamiento, momentáneo y fotográfico, de mi realidad. Soy ese pequeño bultito mísero e insignificante que se aflige de dolor, en el eterno y sempiterno universo.

Soy el aliento renovador de ese desconsuelo que sé que va a pasar, como pasa este mismo instante, y éste, y éste...

Y también soy el balanceo de una cabeza perdida en una feria de colosales golosinas y música mélancolico-infantil.

lundi 31 janvier 2011

Nina's love seeking

Nina buscaba el amor por todas partes. En un gesto anónimo. En la mirada de un extranjero. A través de los cristales de un autobús en su punto de partida. En las casualidades más insignificantes. En las letras tagueadas de un portal.

Y cada vez que esa ínfima parte de amor se le escapaba, sentía un vacío húmedo transpirando por cada milímetro de su piel. Su plexo se retorcía en una especia de agonizante decepción, y hasta le parecía escuchar, a lo lejos, un violín irradiando la cadencia nostálgica del abandono.

Nina buscaba el amor cada día, cada segundo, voluntariamente. Volvía la cabeza a cada esquina esbozando una ligera sonrisa inocente y pícara, con la esperanza de chocar impetuosamente con una pasión inconcebible. Deseaba perderse en el amor, en su dolor y en su placer.

Ella vivía de esa manera, sometida al azar de los sentimientos. Maravillada por su propia capacidad de amar e incesantemente burlada por la descarnada realidad.

Sin embargo, Nina no concebía sus días de otra forma. Se sentaba en un café y, removiendo sosegadamente la cucharilla, observaba alelada y expectante a su alrededor, continuamente olisqueando el más exiguo ápice de amor. Entonces, cuando se cruzaba con una mirada centelleante o recibía una sonrisa secreta, se estremecía de plenitud. Por unos segundos, se sentía volátil, etérea, segura, feliz. No obstante, esa sensación no era duradera. Derivaba en un estado neutro indefinible, Nina presagiaba la ya ineludible catástrofe. La omnipresente soledad le volvía a visitar y, sin tan siquiera consultarle, se immiscuía en su tez, cubriéndola de desengaño.

Pero Nina volvía a renacer después de cada pequeña muerte, más fuerte que nunca, con la misma fe en el Amor.